Postales. Parte 1.

Porque no todos los viajes son de ensueño. Mi mirada queda fija en la mochila, vieja y diminuta; estaba semiabierta, tengo pocas cosas pero aún así las prendas rebosan y no la puedo cerrar al completo. Pero eso ni siquiera forma parte de mis preocupaciones, el día en el que tendría que irme se estaba acercando y yo aún no lo había podido asimilar. Tampoco he podido hablar con Tania, madre dice que no puedo decirle la verdad porque eso le pondría muy triste. Pero, ¿qué le puedo decir? La situación aquí, en Libia, empeora exponencialmente día tras día. La guerra ha dejado todo destrozado y el conflicto sigue siendo arduo. Debo emigrar a Europa, por ellas, mi madre y hermana. Estoy dispuesto a desafiar a la muerte con tal de que ellas puedan gozar de tres platos de comida al día, asistencia médica y una casa algo decente; además de una buena educación para Tania, es una chica muy inteligente, no puedo dejar que todo su potencial se evapore como los charcos que se forman tras la lluvia, y todo porque no ha nacido en el lugar correcto, la tierra de los blancos. Por ellas podría hacer cualquier cosa. ¿A quién voy a engañar? Tengo miedo, mucho miedo, no soy el primero que decide emigrar, he escuchado muchas historias, mucha gente desaparece y otros mueren; mi padre, por desgracia, fue uno de ellos. La voz de mi hermanita me despierta del trance. Mientras clavaba su mirada en mi equipaje y con los ojos llorosos, preguntó: — Samir, ¿por qué están aquí tus cosas? ¿A dónde vas a ir? ¿Nos dejarás solas como papá hizo? Esas palabras se incrustaron en mi pecho como una estaca, no le puedo decir la verdad, no puedo dejar que se le rompa el corazón, no de nuevo. Cerré los ojos con fuerza para despejarme y me mentalicé para lo que estaba a punto de decir. Cogí mi libro de monumentos europeos, lo abrí por una página aleatoria y se lo enseñé. — Mira. — Dije mientras señalaba una imagen del museo del Louvre — ¿Te gusta? Pasé las páginas hasta llegar a una ilustración del majestuoso Coliseo Romano, también le enseñé las calles de Londres y los preciosos jardines suizos. Tania señaló la imagen de un elegante edificio francés, mientras decía: — ¡Qué bonito! Sonreí con triunfo, pude leer en su mirada que una pequeña llama de esperanza se volvió a encender en su alma, entonces continué: — Me alegro de que te guste, porque yo estaré en estos lugares. — Ya está, ya lo he dicho, ahora no hay vuelta atrás.— ¿Sabes? Iré a estudiar periodismo, viviré en un asombroso edificio, visitaré estos sitios tan maravillosos. Iré a Roma, pararé para contemplar el Coliseo y la torre de Pisa; a París, donde está la torre Eiffel, incluso me haré una foto en el Louvre. — ¿Pero entonces no estarás con nosotras? ¿Cómo hablaremos contigo? — No te preocupes, me aseguraré de mandarte postales cada semana. — Respondí mientras le secaba las lágrimas de las mejillas y sentía como una astilla de culpabilidad penetraba en mi conciencia, pues había consolado a Tania con nada más que puras mentiras.

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